Desde el fondo de mis entrañas salía dolor...

Padre, perdónanos, porque no sabemos lo que hacemos. He clamado al Señor me dé la valentía para ser testigo de su amor en mí. Porque ya no puedo callar lo que he visto y oído.
Hace diecisiete años vivía muy angustiada y presionada: con dos niños pequeños, un hermano fallecido, una mamá sin consuelo y deprimida y un esposo encerrado en su propia tristeza por su mamá, a la que por su gravedad tuve que tomar la decisión de internarla en un hogar. Hacerle frente a todo esto se me hizo imposible, la vida se me dio vuelta, y perdí la conciencia de los principios que había tenido siempre. En un estado de falta de razón cometí en mi persona una de las heridas más dolorosas que un ser puede tener: el aborto. Desde ese momento a mi vida la acompañaron dos cosas: la certeza que a mi alma le faltaba un pedacito y un sentimiento de culpa permanente.
El enojo, la tristeza y un vacío existencial empezaron a convivir conmigo. Comencé con depresión y un estado profundo de deseos de acabar con todo. Una noche de insomnio, en el cuarto de mis niños, me arrodillé frente a una imagen de Jesús, orando en el monte, y le pedí: ¡Sálvame! Por favor, ¡sálvame! ¡Tengo que criarlos! Y…¡me salvó! Lo conocí vivo en la RCC. Me invitaron a un curso de Biblia, a un grupo de oración y a una primera misa “carismática”. En ésta, el sacerdote (Pbro. Ángel Aguirre) levantó en la consagración la Eucaristía, y dijo: “Éste es Jesús y ¡está vivo!” En ese momento mi corazón, y yo, supo que él sabía lo que atestiguaba y comenzó a latir muy fuerte… y me enamoré de ese Jesús tan vivo. Empecé a entender, como si me hablara, que la salvación estaba en la Palabra, en la oración, en la Eucaristía y, tímidamente, comencé a confiar, a creer.
Y me invitaron a un Seminario de vida en el Espíritu Santo. Allí, alguien me dijo: “Jesús te ama”. Nunca olvidaré esa mirada y le creí y fue como entender: revisa tu vida en el Espíritu, y me aferré a eso y me regaló la gracia de la perseverancia y de serle fiel… en Él, yo era feliz, pero había un lugar oscuro en mí donde no podía llegar (el pecado, la falta de perdón a mí misma). Esa oscuridad terminó con la pareja, y me separé. Mi esposo no comprendía lo que a mí me pasaba, pero Dios le regaló la gracia de amar y proteger a nuestros hijos. Algo se había roto, en nosotros, en el corazón y en la comunicación.
Después, Dios me llamó a servirlo, y lo hice en la parroquia: esto me ayudaba pero no alcanzaba. Un sacerdote, en un retiro, comprendiendo mi dolor, me abrazó con ternura y me dijo: “Madrecita, usted, sólo tomó la decisión en el cuerpo, pero en el alma no tiene poder; su niño vive con Dios”. Hizo una oración de entrega a María y José, bautizó el alma y le puso un nombre… y yo empecé a recobrar la vida. Pasaron los años y me regaló otra gracia, una moción: Dios pone en el corazón del hombre el querer y el hacer.
En la revista “Resurrección” leí un testimonio y mi corazón quedó prendido y lleno de ternura por ese joven. No lo conocía, pero “supe” que tenía que buscarlo. Dios me estaba revelando el nombre del instrumento que usaría para dos de las sanaciones más profundas en mi vida: Gabriel Rinaudo. Me invitaron a participar en una jornada de evangelización y con su testimonio el Señor me hizo comprender que debía perdonar a mis padres por el dolor que me habían causado con su separación cuando yo tenía 15 años. Sentí lo mismo que había sentido entonces, me confesé y comencé un camino de perdón.
Le pedí a Dios un milagro para poder perdonarme del aborto, ya que seguía sin poder hacerlo.
Y el Señor me regaló otra gracia, otro nombre, otra moción. En Radio María escuché, al doctor Sinclair Macarlupù, hablar de una Fundación para la mujer en crisis que él preside: “Se ama”, un servicio a la mujer que abortó. Me acordé: “Revisa tu vida en el amor del Espíritu”, y supe que era el milagro que esperaba. Allí revisé mi vida con chicas igual que yo. No me juzgaban, nos dábamos amor desde nuestras miserias. Vi como con el dolor del otro, sanábamos.
Un día estaba sola en casa y me vino directo al corazón: génesis. Empecé a leer y llegué a “y Dios preguntó al hombre: ‘¿Dónde estás?’ Y el hombre l respondió: ‘Te tuve miedo y me escondí’”. ¡Le tenía miedo al Padre!
Lloré por horas sin moverme. Desde el fondo de mis entrañas salía dolor. Pensé que las lágrimas habían hecho surcos en mi cara. Cuando lo conté en la Fundación, lloramos todas. Oré y oro mucho por mis hijos. Era momento de hablar. Tenía miedo que dejaran de quererme. Aprendí en la Fundación, trabajando mi historia, que uno llega a tal situación porque la propia vida está deshumanizada y desvalorizada y, en consecuencia, se ataca al más indefenso. También hay raíces de abandono o de abusos verbales u otros tipos. En mi caso no tuve una imagen paterna fuerte, por eso no me podía encontrar con el Padre. Simultáneamente a esto Dios le ponía el final y el entendimiento a este testimonio. Me invitaron a una segunda Jornada de Evangelización y Sanación con Gabriel Rinaudo y Pablo Collazo. Gabriel evangelizaba contando otros testimonios. El de una señora que tuvo un sueño y después de un aborto Jesús la cargaba en sus brazos desde el cuello y las piernas (Gabriel hacía el gesto),y le decía: “En el peor momento de tu vida yo te cargaba en mis brazos”. Me sentí morir, mezcla de tristeza y alegría. Me imaginé que Jesús mismo se había llevado el almita de mi bebé y sentí paz, mucha paz. Sentí que el Señor me daba esta Palabra: “Te di Espíritu de hijo; no de esclavo”.
Estuve llorando por tres días, dándome cuenta que era yo quien no me perdonaba. Estábamos en Semana Santa. Gabriel, entrevistado en Radio María, dijo: “¡Bendita culpa que me mereció semejante Salvador!” Hice una buena confesión y por primera vez en mi vida de fe, sentí la misericordia del Padre. Me sentí como el hijo pródigo, limpia y en paz.
Cuento este testimonio con toda fidelidad porque en verdad quiero ser testigo que cuando la herida es grande el Señor puede curar en etapas.
He pasado toda mi vida sintiéndome culpable por todo y por todos, y sólo al tomar verdadera conciencia del valor de la vida puedo ver la realidad y hacerme cargo, en verdad y desde la realidad, de mis propios errores para entregárselos a Dios, único dador de vida. Aceptando que mi hijo vive en el cielo y luchar con esta verdad para cambiar lo que queda de la mía. Y darle gracias a Dios y toda la gloria por haberme dado entrañas nuevas. Y cumplir así con la primera palabra que me regaló: “Yo te guiaré, te mostraré el camino, seré tu consejero”.
Que Dios los bendiga en Cristo y María. Gracias por acompañarme siempre en mi crecimiento.
Martha
Provincia de Córdoba