Vengo a sanarte a ti, hija mía

Queridos hermanos en Cristo:
Tengo la necesidad de participarles la alegría de mi testimonio. Soy una mujer joven; tengo dos hijos hermosos y un marido que me ama ¿que más puedo pedir? Y a pesar de tanta vida yo era una persona triste, insegura; con miedos que fueron creciendo hasta transformarse en angustia y terminar en una larga depresión. Era tanto el dolor de mi alma que en un momento llegué a pensar que la única salida era la muerte.
Ya hacía varios años que padecía de “depresión severa”, cuando en marzo de 2005, empecé un tratamiento médico con el Dr. Raúl Antún.

En abril del 2006 mi cuñada me pide que la acompañe a una “conferencia” “curso” o “charla” en la Catedral de San Rafael, Mendoza. Accedo sin saber verdaderamente de qué se trataba. Yo no era una persona de fe. Era un retiro de sanación de la Renovación Carismática Católica en el que el orador era Gabriel Rinaudo. No entendía nada, parecían locos can
tando. ¡Dónde me había metido!
Cuando éste empezó la prédica y habló de la causa de las enfermedades, de las heridas de nuestro corazón, de las falta de perdón, mi corazón que yo sentía duro comenzó a ablandarse y descubrí una herida que me habían causado muchos años atrás. Sentí la necesidad de confesar mis faltas de perdón hacia la persona que me había lastimado tanto. Fue un alivio instantáneo, después del sacramento.
Esa misma noche, durmiendo, tengo un sueño inolvidable. Había un grupo de gente, parecía una reunión de RCC, y entre la gente estaba Jesús a quien yo no conocía. Él iba sanando a muchas personas y yo no me animaba a hablarle y pedirle que me cure como todos los que allí estaban. Hasta que por fin me animé y él me dijo dulcemente: “Vengo a sanarte a ti, hija mía”, y me entregué en sus brazos a su amor infinito, misericordioso.
Él era alto y robusto pero de una suavidad exquisita. Su vestido de color natural llevaba un manto rojo intenso y mi cara apoyada sobre él. Descubrí una suavidad mayor que la del terciopelo. Como si fuera un pétalo de rosa, gigante y esponjoso, suave, suave. Sinceramente me cuesta encontrar las palabras para contarles el sueño, pero más difícil es contarles lo que sentí: un amor tan grande y puro, misericordiosa protección, dulzura. Sólo quería quedarme con él, que ese momento no pasara nunca. Era todo tan perfecto que no me importaba nada en esta tierra, sólo quería estar con él.
Yo le entregué mi corazón para que él lo sanara y lo transformara. Esa mañana mi angustia había desaparecido. Desde que Jesús entró en mi corazón volví a vivir de nuevo, mi vida cambió para siempre. Doy gracias a Jesús y a la Virgen María. Para gloria de Dios les adjunto certificado médico1 que confirma mi sanación.