Una trampa de amor

¡Hola! Les escribo para dar testimonio de la obra de un Dios que nos ama infinitamente y sin condiciones. Por su gracia hace ya diez años que participo de un grupo de jóvenes de la Renovación Carismática; empecé con diecisiete años y un corazón bastante duro, tímido, cerrado.
Era una persona triste y me sentía esclava de muchas cosas: del que dirán, de la moda, de la búsqueda del cuerpo perfecto. Esas esclavitudes me fueron llevando a que cada vez fueran mayores los desórdenes en la alimentación y caí en la enfermedad de la bulimia. No me amaba a mí misma, no aceptaba muchas cosas de mí, odiaba como era. Pero Dios Padre comenzó un lento tratamiento de su amor y con mucha paciencia fue cambiando mi vida.
Comencé a participar de eventos masivos: Jornadas con el Padre Darío Betancourt, el Padre Andrés Dávila, el Padre Emiliano Tardif. Hice Seminarios de Vida y fui testigo de que Jesús seguía obrando de la misma manera que hace 2000 años en Palestina, sanando enfermos, devolviendo la vista a los ciegos, liberando a los oprimidos. Sin embargo creía que la sanación y la liberación eran para los otros: yo no me merecía nada de todo lo que Dios hacía en los corazones de los demás; era muy poca cosa para ello.
Continuamente mendigaba amor y lo hacía sobre todo con mi familia y mi comunidad. Necesitaba ser amada y aceptada, y todo lo que hacía tenía ese fin: encontrar el amor. Pero nada llenaba ese pozo infinito que hay en cada corazón y que sólo el amor de Dios puede llenar.
A medida que pasaban los años Dios iba allanando los senderos. Me dio la gracia de la perseverancia y así seguí en el grupo, muchas veces sin saber por qué; me sacó de la esclavitud de la bulimia y me fue ayudando para que me aceptara tal y como soy. En cada oración, y a través de cada canto, él iba reconstruyendo mi interioridad desordenada.
En el año 2001 comencé un proceso de transformación espiritual que cambió mi vida completamente. En el mes de septiembre de ese mismo año asistí al Encuentro Nacional de Servidores Jóvenes. Por primera vez experimenté profundamente el Amor de Dios Padre y entendí cuánto me amaba. Pude creer en las palabras que tantas veces había escuchado: Dios saltaba de alegría al verme y me amaba infinitamente. Recibí un bálsamo de amor, amor que necesité llevarlo a los demás a pesar de mi gran timidez. Pero Aquel que empezó la buena obra, es siempre fiel en continuarla.
En Diciembre del año 2002 invitamos a Gabriel Rinaudo a predicar un Retiro de Sanación Interior con María en nuestra comunidad. Era el mismo joven que había predicado sobre el amor de Dios en Arredondo y sus prédicas habían sido un instrumento para llevarnos hasta el Padre, tanto a mí como a otros hermanitos servidores de mi comunidad. Durante el retiro me sentí muy identificada con el testimonio de un chico que había sido rechazado en el vientre de su mamá. Mi corazón se quedó un poco inquieto pero la misma timidez fue impedimento para que me animara a contarle a Gabriel. Dios sabe cómo hace las cosas y siempre nos tiende una trampa de amor para que caigamos en sus brazos.
Una vez terminado el retiro invitamos a Gabriel a compartir el almuerzo con los servidores de la comunidad. Charlando sobre nuestras vidas Gabriel me preguntó si conocía el origen de mi timidez, instantáneamente mi corazón se quebrantó y comencé a llorar como no lo había hecho nunca. Todos comenzaron a orar por mí y descubrí a la raíz de mi personalidad y de los pecados en los que continuamente caía y a los cuales me resultaba casi imposible renunciar.
Cuando mi mamá estaba embarazada de mí, tanto ella, como mi abuela y mi prima, habían deseado mucho un varoncito. Ese deseo fue recibido por mí como un rechazo a mi ser entero y en especial a mi condición de mujer. Desde ese momento preferí no ser, no existir, no nacer, mi parto se complicó y nací por cesárea.
Ese rechazo siempre condicionó mi vida. Prefería pasar desapercibida y cada vez era más aguda mi timidez. Continuamente caía en la pereza, el desgano y la depresión; no podía vivir plenamente la vida y me destruía cada vez más, a través de la bulimia y el pecado de la gula, para ocultar mi feminidad: siempre me costaba relacionarme con personas del sexo opuesto.
En ese momento de gracia, Jesús me mostró la raíz de mis pecados y todavía hoy sigo haciendo una oración de fidelidad para que Dios sane ese momento traumático. Si bien allí comencé un proceso de sanación profunda sentí por primera vez que era plenamente libre, podía respirar profundamente y sentir que mi corazón se regocijaba en el Señor sin nada que lo atara o lo alejara de Él.
Doy gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo y sólo le pido a la Santísima Trinidad que nunca me aleje del plan que Dios tiene para mi vida.
Soy testigo de que sólo Dios hace al hombre feliz y plenamente libre.
María Eugenia